Por Kader Belaouni
En los últimos días, el líder del Partido de Quebec hizo declaraciones preocupantes que vinculan inmigración con criminalidad—una estrategia política clásica que busca construir la imagen del inmigrante como amenaza, con el objetivo de justificar su exclusión y criminalización. Sin embargo, los datos son claros: las personas inmigrantes no cometen más delitos que los ciudadanos nativos. De hecho, varios estudios demuestran que la criminalidad tiende a disminuir en los barrios donde residen. Pero cuando se siembra el miedo, los hechos ya no importan.
Este tipo de discurso sirve a un propósito político concreto: normalizar la criminalización de la migración. Al alimentar el imaginario del “peligro extranjero”, se justifican prácticas graves como la detención de migrantes sin cargos penales, únicamente por su estatus. Nombrar esta instrumentalización es esencial, especialmente en tiempos donde la ultraderecha crece en todo Occidente. No se trata solo de retórica electoral, sino de construir un enemigo interno para preparar el terreno de un retroceso sistemático de derechos — no solo para los migrantes, sino para cualquiera que un día sea considerado “demasiado” por el sistema dominante.
Hoy en día, la inmigración se ha convertido en un espectáculo político. Los políticos se la pasan de un lado a otro como una pelota, buscando victorias fáciles, mientras las personas reales sufren las consecuencias. Este mes, 23 empresarios de Quebec presentaron una demanda de $300 millones contra el gobierno federal, alegando que enfrentarán la quiebra si Ottawa reduce el número de trabajadores extranjeros temporales. Este caso refleja el conflicto entre la retórica política y la cruda realidad económica.
Pero detrás de los titulares, se esconde una tragedia más silenciosa: sueños rotos, familias destruidas, promesas incumplidas.
Los políticos han encontrado en los migrantes un chivo expiatorio perfecto. Basta prender la televisión o leer el periódico para ver a líderes compitiendo por quién es más duro con los inmigrantes. Esto no es gobernar: es teatro cruel, y sus víctimas son las comunidades más vulnerables.
Para quienes somos inmigrantes, este espectáculo es indignante y desgarrador. Se nos culpa de todo: crisis de vivienda, desempleo, inflación. Se ignoran nuestras contribuciones. Qué ironía amarga: un país construido por inmigrantes trata ahora a la inmigración como un problema.
Durante la pandemia, el gobierno federal amplió el Programa de Trabajadores Extranjeros Temporales para enfrentar la escasez de mano de obra. Pero en agosto de 2024, bajo presión política, cambió bruscamente de rumbo e impuso restricciones severas. Detuvo el procesamiento de permisos en zonas con desempleo superior al 6 % y redujo la duración máxima de trabajo de dos años a uno.
Esto no son simples cambios administrativos. Son decisiones que destruyen vidas. Personas que pagaron entre $16,000 y $20,000 — vendiendo todo, endeudándose — por una oportunidad. A los pocos meses, muchos son despedidos, arruinados, sin salida.
Se rompen matrimonios. Algunos terminan sin techo. Otros quedan atrapados: sin dinero para quedarse ni para regresar. El costo humano es devastador.
Estas personas no son estadísticas. Son seres humanos que creyeron en las promesas de Canadá y fueron abandonados.
Las empresas demandantes no buscan lucrar, buscan sobrevivir. Invirtieron en capacitación, contrataron según las reglas. Y ahora el gobierno cambia las reglas de la noche a la mañana.
Mientras tanto, el sistema actual no protege a quienes invita. Los permisos cerrados atan a los trabajadores a empleadores específicos, abriéndoles la puerta al abuso. No es un sistema basado en dignidad, sino en control.
El gobierno no debió cerrar la puerta de manera tan abrupta. Debió implementar regulación justa, con inspecciones y sanciones. No restricciones a ciegas.
Una reforma real requiere ver a los migrantes como personas, no como amenazas. Significa:
Responsabilizar a los empleadores.
Dar permisos de trabajo abiertos.
Comunicar con honestidad.
Ofrecer estabilidad a quienes lo arriesgaron todo.
La inmigración no es un grifo que se abre o se cierra según conveniencia. Son vidas humanas, sueños, familias. Cuando tratamos la inmigración como un problema político, fallamos — como país y como sociedad.
La demanda en Quebec es solo un síntoma de un sistema roto: una clase política más interesada en titulares que en soluciones. Mientras ellos actúan, la gente sufre.
Canadá fue grande cuando acogió a los recién llegados. Este país se construyó entre todos. Podemos reconstruirlo — con justicia, con esperanza, con dignidad.
La elección está en nuestras manos: seguir en este camino de teatro político y tragedia humana, o exigir algo mejor. Quienes han pagado $20,000 por una oportunidad merecen más que falsas promesas. Merecen respeto. Merecen el Canadá en el que creyeron.



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